Por Evgeny Morozov (traduccion por Geraldine Juárez)
Allá por el 2012, cuando trabajaba en mi extenso ensayo acerca de Tim O’Reilly y la “Web 2.0”, me encontré reflexionando acerca de cómo es que el lenguaje estructura la forma por la cual pensamos en las tecnologías digitales, sus aspectos políticos, y su inevitabilidad.
¿Era la “Web 2.0”, esa palabrilla de moda que Timothy O’Reilly comenzaba a convertir en munición, una reflexión – aunque errónea e imprecisa – acerca de una realidad pre-existente? ¿O también se estaba generando una realidad completamente nueva – por ejemplo, al insistir en que no había alternativas a la evidente e imparable quimera de la “Web 2.0”?
A pesar de mis críticas, en aquel entonces comprendí que O'Reilly era un maestro de la manipulación lingüística incomparable. Mi extensa investigación reveló que estaba íntimamente familiarizado con la disciplina de la “semántica general”. Aunque fue muy popular en los años cuarenta y cincuenta, en la actualidad languidece en la oscuridad. El fundador de la semántica general, el conde polaco Alfred Korzybski, es recordado sobre todo por su contundente frase "el mapa no es el territorio". En ese momento me encontraba realizando una investigación de archivo sobre la historia de la semántica general –que algún día, incluso podría publicarse– así que me pareció divertido aplicar una lente intelectual más formal para entender a uno de los pensadores más influyentes en Silicon Valley.
Finalmente, el argumento de mi ensayo no siguió el camino de lo que los académicos podrían llamar "performatividad", es decir, la idea de que el lenguaje crea realidades en lugar de reflejarlas simplemente. En cambio, consideré las actividades intelectuales de O'Reilly como una forma de contaminación lingüística y analítica: tras leer casi todo lo que había publicado y dicho públicamente, llegué a entenderlo como un personaje profundamente oportunista. O’Reilly cambiaba a menudo su definición de la “Web 2.0” –y los conceptos a los que se le vinculaba– dependiendo de la dirección a la que se dirigiera el mercado, sobre todo, para adaptarla a su propia agenda intelectual y empresarial.
En resumen, nunca ví a O’Reilly crear un nuevo mapa, que a su vez pudiera dar lugar o revelar nuevos territorios. Tampoco le ví crear nuevos territorios para poder vendernos nuevos mapas. Lo que encontré fue un humilde “estafador de memes” que no dudaría en alterar un mapa existente para asegurar ganancias o mayor rentabilidad en sus negocios. No importaba mucho qué fuera la “Web 2.0” mientras O’Reilly fuera su intérprete principal, pues impulsaba su editorial y su empresa de conferencias al mismo tiempo.
Es importante apreciar que mientras su defensa de la Web 2.0 tuvo cierto éxito entre el público en general, las empresas tecnológicas agrupadas bajo la etiqueta "Web 2.0" no se preocuparon mucho por los hilos que O'Reilly hilaba. Tampoco añadieron ninguna "Web 2.0" premium a su valuación. La viabilidad de ese término como una tendencia cultural y económica coherente nunca fue un factor serio para la valoración realizada por los inversionistas y los mercados de valores. De hecho, todo el mundo esperaba que estas empresas adoptaran la "Web 3.0", que en aquel momento significaba poco más que tecnologías semánticas.
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Con la Web3, las cosas son distintas. El vínculo entre el lenguaje y la realidad es mucho más inmediato y directo. Ya no hablamos de contaminación visual, intelectual o analítica, aunque, definitivamente, están presentes. Ahora hablamos de performatividad y de las nuevas realidades que nacen con el propio lenguaje. Los voceros de la Web3 son bastante explícitos al respecto: tenemos un precioso mapa entre nuestras manos – lo único que falta es el territorio al que supuestamente se refiere. Tal vez este es el estado mental correcto para la era del metaverso: si la realidad no existe, entonces basta con hablar de su existencia para creerla.
Por tanto, ¿cuál es el análisis materialista correcto sobre este extraño giro hacia el idealismo liderado por los capitalistas de riesgo? ¿Cuál es la economía política que ha producido este impresionante mapa sin territorio? Para empezar, el modelo de negocio de la mayoría de las empresas de la Web3 es extremadamente auto-referencial, alimentando así la fe de la gente en una transición inevitable de la Web 2.0 a la Web3.
El valor de las fichas [tokens] que subyacen a muchos de los proyectos emblemáticos de la Web3 se encuentra directamente vinculado con la expectativa de que la Web3 está aquí para quedarse y de que todo se volverá cada vez más líquido e interconectado (o "inter-encadenado"): las fichas de un universo DAO podrán ser valiosas en algún otro; aún más actividades y procesos se fraccionalizarán y tokenizarán; incluso más instituciones se convertirán en DAOs y más objetos, desde libros hasta películas, se convertirán a NFTs.
Esta es la razón por la cual los verdaderos creyentes de la Web3 han olvidado cómo conjugar el tiempo presente y pasado, no hablemos de emplear los verbos modales: cada declaración que hacen sobre la Web3 no es acerca de lo que es o lo que podría ser. No, todas las declaraciones – casi invariablemente – son acerca de lo que será. La transición es inevitable; hay que aprovisionarse de las tokens adecuadas – o el miedo de perder esta oportunidad te consumirá el alma.
Los defensores de la Web3 me recuerdan a esos molestos marxistas vulgares quienes, a pesar de toda la evidencia sobre lo opuesto, siguen insistiendo en que los desarrollos objetivos dentro de capitalismo favorecen la inevitable transición hacia el socialismo – sólo para pasar décadas elaborando planes sofisiticados respletos de vívidos y utópicos detalles sobre cómo será la inevitable llegada del socialismo. Como resultado, tenemos un montón de planes fascinantes, pero las condiciones objetivas para dicha transición ya no están ahí (si es que alguna vez lo estuvieron).
La auto-referencialidad no debe de subestimarse. Al final, la Web3 es más que nada acerca de la Web3; no hay un “ahí” ahí. Pese a todo lo que se dice en eventos y oráculos “off-chain” [fuera de la cadena de bloques] presupone cierto tipo de chain-centrismo, asumiendo que todo, y en todos lados, será fraccionalizado y tokenizado eventualmente al añadirse a la cadena de bloques.
Dada la predominancia de estas dos características –la auto-referencialidad y la performatividad– uno podría pensar que el concepto mismo de “Web3” –y las extensas narrativas históricas y políticas que las facilitan– ameritaría un escrutinio mucho más crítico. Por ejemplo, si uno acepta que la “Web 2.0” nunca fue un término analítico válido, ¿por qué aceptar una narrativa profundamente política que busca arreglar los problemas de un paradigma que no existe mediante la introducción forzada de otro?
Del mismo modo, ¿qué tipo de nociones de progreso y modernización estamos aceptando inadvertidamente al normalizar la “Web3”, y su inmenso – aunque en cierta medida invisible– bagaje historiográfico, como un concepto analítico válido?
Irónicamente, gran parte de los fondos de capital de riesgo (VCs) que nos trajeron la realidad que O’Reilly presentó bajo la etiqueta de “Web 2.0” son quienes ahora lideran la batalla populista que le dará a la gente la “Web3” que se merece.
Sin embargo, estas no son el tipo de preguntas que se plantean los proponentes de la “Web3”. Tal vez ellos no ven ningún valor en plantearlas: ya que la transición es inevitable, ¿por qué molestarse con debates intelectuales inoportunos?
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Incluso si uno acepta el término de “Web 2.0” como análiticamente útil, al menos se debería reconocer que su relación con su predecesor no era contradictorio –algo muy lejano a como la Web3 se relaciona con la Web 2.0 en nuestros días. Gente como O’Reilly no se oponía a la Web 1.0 –ellos más bien lamentaban su prematuro colapso en las ruinas de la burbuja dot-com. Toda la buena onda de la Web 2.0 era acerca de la *reconstrucción* de algo grandioso mientras se hacía más grandioso y participativo; el asunto nunca fue alejarse de algo horrible.
En aquellos tiempos, ningún capital de riesgo decía que debíamos alejarnos de la Web 1.0. Irónicamente, gran parte de los fondos de capital de riesgo (VCs) que nos trajeron la realidad que O’Reilly presentó bajo la etiqueta de “Web 2.0” son quienes ahora lideran la batalla populista que le dará a la gente la “Web3” que se merece. Es todo muy admirable pero ¿no deberían primero arrepentirse públicamente de sus pecados previos?
Si usted ha escuchado alguna vez las alabanzas que cantan quienes se encuentran dentro del universo a16z, jamás imaginaría que Marc L. Andreessen tiene una silla en el consejo de Facebook (¡desde el 2008!) y que el mismo fue quien entrenó a su fundador y CEO, Mark Zuckerberg. Si es que hay gente a la cual se le puede culpar del resultado actual de la Web 2.0, muchos de los empleados de a16z estarían al principio de la lista.
Muy por el contrario del arrepentimiento, los capitalistas de riesgo (las VCs), con az16 al frente, están muy ocupadas lanzando publicaciones, podcasts y revistas para lavar la nueva agenda de discusión sobre la Web3. Todo el discurso está destinado a convencer al público de que los términos generales del debate ya han sido establecidos y que el único tema que queda por resolver es cuán rápido todo se convertirá a un DAO o a un NFT. Hasta ahora, el plan de juego es obvio: las VCs aspiran a privatizar el futuro, impidiendo imaginar cualquier concepción alternativa a este maquillaje institucional y político. No es casualidad que la publicación emblemática de a16z se llame –aunque no lo crean– Future [Futuro].
Los think-tanks de la Web3 son el siguiente paso. Siempre van a existir académicos, intelectuales y expertos en políticas públicas dispuestos a aceptar dinero en efectivo a cambio de prestar sus nombres y reputaciones para proyectos dudosos; en ese sentido, la Web3 hará exactamente lo que las firmas de la Web 2.0 han estado haciendo. Si usted pensaba que, canalizando enormes sumas de dinero hacia los académicos, Alphabet y Facebook lograron envenenar completamente el debate público acerca de la privacidad o la política anti-monopolio, solo espere a que los voceros de la Web3 comiencen a opinar acerca de temas como la meritocracia, la desigualdad y la creatividad.
Los cínicos podrían simplemente descartar tales esfuerzos como una campaña organizada para hacer hilar una narrativa favorable en torno a Web3. Incluso podrían tener la razón. Tal crítica, no obstante, pasaría por alto el punto más importante: la Web3 no existe fuera de su narrativa, es pura distorsión en toda su esencia. Ello no pretende negar que existan proyectos y protocolos reales, construídos por desarrolladores realmente dedicados. Pero su valor –y la razón por la cual hay dinero fluyendo en su dirección– es ininteligible sin la extensa narrativa que les inyecta la Web3 y su espíritu casi milenario de cambio radical y absoluto. Difícilmente ese era el caso con las compañías que O’Reilly agrupaba bajo la etiqueta de “Web 2.0”: algunos de sus modelos de negocio eran ridículos, pero en la mayoría de los casos estaban blindados de su incontinencia lingüística y de los destinos impredecibles que él les otorgara.
¿Cómo puede uno criticar una narrativa defectuosa, poco realista y extremadamente parcial, que no obstante, está convirtiéndose rápidamente en una realidad? Este no es un problema pueda resolverse adoptando una actitud más pragmática y orientada a las soluciones, al igual que los voceros de la Web3 demandan de sus críticos. El objetivo no puede ser tan sólo encontrar un uso más progresista para los DAOs, los tokens o los NFTs. Estoy seguro de que existen, y de que a su debido tiempo se pueden encontrar muchos más. Pero, ¿qué sentido tienen estas expediciones de búsqueda, cuando, al final, tales esfuerzos sólo van a ayudar a lavar la marca “Web3” para que parezca algo de izquierdas, dotándola así de la legitimidad progresista de la quie carecería de cualquier otro modo?
El problema de la Web3 es que la auto-referencialidad de su discurso hace que los argumentos de sus auténticos y bienintencionados defensores suenen como algo plano y unidimensional. La mayor parte de sus alabanzas son profundamente ahistóricas; se limitan a aceptar una definición muy retorcida de la Web 2.0 para luego pasar a exponer algunos puntos sobre la inevitabilidad de los DAOs o las NFT. Carecen de cualquier compromiso analítico con el estado de la economía política del capitalismo global o incluso de un somero análisis acerca de los varios movimientos sociales que todavía lo impugnan. Razonan, principalmente, recurriendo a ejemplos del mundo del arte y de los videojuegos, que difícilmente son representativos de cómo vive y trabaja la mayoría de la gente. Son incapaces de ver el Estado como otra cosa a la patología de una institución rentista y obsesionada con la vigilancia que no puede reformarse o reutilizarse; sólo se puede domar o abolir. No pueden ni siquiera insinuar un futuro en el que el capitalismo no esté a la orden del día, ya que consideran que su tarea es inventar nuevas formas –quizás descentralizadas– de hacerlo más tolerable. Por eso, en el mejor de los casos, la gente de la Web3 sólo ofrecerá el tipo de capitalismo de las partes interesadas que el jefe de Davos ha prometido desde hace tiempo, pero que hasta ahora, ha sido incapaz de implementar.
Ahora bien, ¿debemos confiar en estas personas, por muy bienintencionadas que parezca, para guiar a la sociedad hacia el futuro, dado que el propio futuro está siendo privatizado por la industria del capital riesgo? Yo diría que "no". Si nos tomamos en serio la idea de revertir la privatización del futuro, nuestra principal preocupación debería ser, paradójicamente, producir un relato crítico del pasado. Si hubiéramos logrado desinflar la narrativa de la Web 2.0 hilada por gente como O'Reilly, la idea de la Web3 sería difícil de operar hoy en día. Esto no es un argumento en contra de la periodización; "¡historizar siempre!" sigue siendo una poderosa llamada a tomar las armas. Este es un argumento en contra de la aceptación de periodizaciones espurias tejidas por los “estafadores de memes” de este mundo: no nos proporcionan ninguna base sólida para el análisis político, y mucho menos, para la acción política.
The original essay in English can be found here.